"Porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños."
4.2.16
Premio Cervantes: Discurso de Mario Vargas Llosa. "La tentación de lo imposible"
Toda obra genial es una evidencia y una incógnita. El Quijote como la Odisea, la Commedia o el Hamlet, nos enriquece como seres humanos, mostrándonos que, a través de la creación artística, el hombre puede romper los límites de su condición y alcanzar una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez, contrastados con el gigante que concibió esa gesta. ¿Cómo pudo perpetrar un deicidio semejante? ¿Cómo fue posible desafiar de ese modo la creación del Creador? Escribiendo la historia del Ingenioso Hidalgo, Cervantes potenció la lengua española a unas alturas que nunca había alcanzado y puso un tope emblemático para quienes escribimos en ella; y renovó el género novelesco, dotándolo de una complejidad y sutileza tan vastas como la ambición, destructora y reconstructora del mundo que lo anima. Desde entonces, todas las novelas se medirían con la marca que ella puso, ni más ni menos que todo el teatro estaría siempre espiando a hurtadillas al de Shakespeare, como piedra de toque.
Que fue y es una gran novela cómica y a la vez muy seria, que ella recrea en un mito sencillo la insoluble dialéctica entre lo real y lo ideal, que a la vez que pulverizaba las novelas de caballerías les rendía un soberbio homenaje, nos lo han explicado los críticos. Pero, han dicho menos que, entre las muchas cosas que es, como todos los grandes paradigmas literarios, el Quijote es también una ficción sobre la ficción, sobre lo que ella es y la manera como opera en la vida, el servicio que presta y los estragos que puede causar. Este tema reaparece en todas las literaturas porque es un tema permanente en la vida de las gentes, y ningún novelista lo ha descrito con tanta perfección, en una historia tan seductora y tan clara, como lo hizo Cervantes, acaso sin siquiera proponérselo ni saber que lo hacía.
Se trata de algo muy simple, en un principio, aunque luego se vuelva complicado. Hombres y mujeres no están contentos con las vidas que viven, que se hallan siempre por debajo de sus anhelos y, como no se resignan a renunciar a esas vidas que no tienen, las viven en sueños; es decir, en los cuentos que se cuentan. La literatura es una rama de ese árbol opulento: la ficción. Ese quehacer, inventarse y contarse historias para soportar mejor la historia que se vive es antiquísimo como el lenguaje y sin duda se practicó desde que las primeras manifestaciones de una comunicación inteligente sustituyeron a los gruñidos y brincos del antropoide, en la caverna primitiva. Allí debieron de escucharse, junto al fuego, las primeras ficciones, en la misma actitud reverencial con que, a lo largo de los milenios y a lo ancho de todas las geografías, las escucharían los niños de boca de las abuelas, las tribus convocadas en los claros del bosque por habladores y chamanes, los vecinos en las plazas de las aldeas cantadas por los cómicos de la legua, y los poderosos en los salones de las cortes y palacios recitadas por los troveros. Con la escritura, la ficción pasó al libro, que fijó lo que hasta entonces era un universo perecible de oralidad. La literatura estabilizó, dio permanencia a los mitos y prototipos cuajados en la ficción: gracias a ella, de un modo misterioso, esa vida alternativa, creada para llenar el abismo entre la realidad y los deseos sobre el cual se columpia la criatura humana, obtuvo derecho de ciudad y los fantasmas de la imaginación pasaron a formar parte de lo vívido, a ser, en palabras de Balzac, la historia privada de las naciones.
Una ficción es un entretenimiento sólo en segunda o tercera instancia, aunque, por supuesto, si también no lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero, un acto de rebeldía contra la vida real y, en segundo, un desagravio a quienes desasosiega el vivir en la prisión de un único destino, aquellos a los que solivianta esa "tentación de lo imposible" que, según Lamartine, hizo posible la creación de Los miserables de Victor Hugo, y quieren salir de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o más sórdidas, más puras o más terribles, que las que les tocó. Esta manera de explicar la ficción puede parecer truculenta, tratándose de lo que a simple vista no es más que el benigno pasatiempo de un señor que, en la noche, antes de que le vengan los bostezos, perpetra el crimen de Raskálnikov y se duerme, o de la virtuosa señora que toma el té de las cinco cometiendo las travesuras de las damas de Bocaccio sin que se entere su marido. Pero, como nos muestra Alonso Quijano, la ficción es algo más complejo que una manera de no aburrirse: el transitorio alivio de una insatisfacción existencial, un sucedáneo para ese hambre de algo distinto a lo que ya somos y ya tenemos, que, paradójicamente, la ficción aplaca al mismo tiempo que exacerba. Porque esas vidas prestadas que son nuestras gracias a la ficción, en vez de curarnos de nuestros deseos, los aumentan y nos hacen más conscientes de lo poco que somos comparados con esos seres extraordinarios que maquina el fantaseador agazapado en nuestro ser.
La ficción es testimonio y fuente de inconformidad, desacato del mundo tal como es, prueba irrefutable de que la realidad real, la vida vivida, están hechas apenas a la medida de lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y por eso debemos inventar unas distintas. Esa vida ficticia, superpuesta a la otra, sobre todo cuando ella es sobresaliente, como en los tiempos en que Cervantes escribió su epopeya, no es un síntoma de felicidad social, más bien de lo contrario. Y eso me lleva a la segunda conclusión: que la razón de ser de la ficción, no es representar la realidad sino negarla, trasmutándola en una irrealidad que, cuando el novelista domina el arte de la prestidigitación verbal como Cervantes, se nos aparece como la realidad auténtica, cuando en verdad es su antítesis.
Por eso, si todos los seres humanos que recurren a las ficciones tienen por el Quijote una devoción particular, los que dedicamos nuestras vidas a escribirlas, nos sentimos recónditamente afectados por su historia, que simboliza la que emprendemos cada vez que, enfrentados a la página en blanco con la fantasía y las palabras, lo emulamos en el afán de arraigar lo imaginario en lo cotidiano, la ilusión en la acción, el mito en la historia, y encontramos en su aventura aliciente para las nuestras.
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