Sentábase un joven a contemplar la luna. Ella era pálida y fría,
además de imponente y sobrecogedora; transportadora de la noche y vigía
de almas oscuras , a la que los lobos aúllan y las doncellas adoran.
Allí, bajo el arrullo de las ramas de un sauce, suspiraba el joven por el amor de la Luna:
-Dime, oh Luna de argento, por qué te alejas hoy de mí, pues tan solo deseo contemplar tu belleza y deleitarme en tu blancura.
-No seas cretino -contestó la Luna- el deseo que hoy anida en tu corazón se tornará tormento mañana.
El joven no comprendió las palabras de la Luna y marchó a casa anhelando, de nuevo, la caída de la noche.
Así se sucedieron los meses, durante los cuales el joven acudió con
diligencia a su cita con la Luna, haciéndole una y otra vez la misma
pregunta, a la que ella contestaba de igual forma.
Acaeció una noche que el joven no se presentó al encuentro de la Luna, a
lo que esta, cansada ya de la tenacidad de él, se alegró al final de
custodiar la oscuridad en soledad. Sin embargo, intrigada por el motivo
de su ausencia, preguntó al Sol por el muchacho:
-Ciertamente le he divisado hacia el ocaso -dijo el Sol con sonora
voz-. Paseaba por los jardines acompañado de una dama, a la que tomaba
del brazo.
Al escuchar estas palabras la Luna enfureció de los tal manera que
esa noche no apareció; en su lugar, un cielo de tormenta desplegó las
alas y descargó la ira de la Luna sobre los mortales.
Mientras tanto el joven, ajeno a los celos de aquella que antaño fue
depositaria de su amor, se afanaba en conquistar el corazón de una
doncella a la que había conocido en un baile celebrado en la Corte.
Él la obsequiaba con cuanto sus medios le permitían hacerlo, mas ella
nunca quedaba satisfecha y martirizaba al joven recriminándole que no la
amaba realmente.
Un buen día partió la amada del joven a otro lugar, sin despedirse si
quiera. Él quedó desgarrado por la noticia y desde aquel momento juró no
amar a una mujer de nuevo, pues el dolor por la pérdida era tan
insoportable que el arrobamiento de los comienzos suponía una nimiedad.
Aquella noche acudió solícito al cobijo del sauce, esperando contemplar a
la Luna, hacía ya tiempo olvidada; intrigante y espléndida se abrió
camino entre dos jirones de nube, derramando a su paso ríos de plata. El
joven la miró extasiado y habló así:
-Oh, Luna de mis sueños, tras meses ahogado en la desesperación he
comprendido al fin el sentido de tus palabras; desde hoy mismo viviré
tan solo por contemplarte, mas serás para mí un ideal, no una belleza
meramente conquistable.
-Me congratula escucharte, joven muchacho -respondió la Luna con voz
petulante-, pues es cierto que las cosas bellas, aún más por serlo, son
también mortíferas y si deseas preservar la cordura, desde la lejanía
has de amarlas.
Todas la noches apareció la Luna en lo alto del cielo, y todas la noches acudió el joven a contemplarla.
Al inminente término de la vida del anciano que fue joven, y tras años
de silenciosa reflexión, halló este un atisbo de la clase de criatura
que la Luna era: un ser falaz, mas influido por la soledad con la que
coexistía en el firmamento. Ella, bajo su hermética e inexpugnable
fachada, anhelaba, fervientemente, ser amada.
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idas de olla.