Que ahora el sol me molesta en la cara todos los días, y cada vez con más intensidad. Que me obliga a cerrar los ojos, a arrugar la nariz y a querer huir otra vez a donde no haya luz, a donde no la encuentre y confíe en que no va a aparecer. Que la puta luz me molesta hasta cuando no hay.
La luz me quema la cara, la piel, el cuero cabelludo y entra por cada poro haciendo que se produzcan amagos de incendio en cada pliegue de mi cerebro. Noto el fuego en cada centímetro de mi minúsculo cuerpo y ninguna señal de que vayan a venir los forestales a sofocarlo o a crear un cortafuegos por medio de mi bosque. El humo va a salir por mis ojos, mi boca y mi nariz y se va a confundir con los restos de nicotina y café que aún aparecen por mis recovecos y van a volver a pensar que estoy loca, enferma, desesperada, absorbida. Y me dirán que no es humo, que es aire, que soy aire, que me voy a ir, que no estoy, que no me ven, que no soy. Claro que no soy, la luz me ha comido. La luz me ha prendido. La luz me hizo fuego. Y la luz me ha hecho humo. Y ese puto humo es transparente, y no se ve con la luz. Ni sin ella.
¡Que sea cierto el jamás!
"Porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños."
21.4.20
5.7.18
rex imperat
No me fío de nadie, Julia. Prefiero que nadie sepa nada, qué más da. Yo te quiero y estoy aquí contigo, ¿a que el resto no? Seguro que te están engañando. Todos te van a defraudar. Ya verás. Yo no, puedes contar conmigo. Puedes contarme todo. Tienes que contarme todo. Nos contamos todo. Quiero que me cuentes todo. ¿Dónde has estado? ¿Quién es ese? Cuéntame todo. ¿Qué has hecho hoy? ¿Qué vas a hacer estos días? A ver el móvil. Oye, tienes mensajes nuevos, no sé si los has visto. A ver. A ver. A ver.
Podemos pasar la tarde juntos si quieres. Vamos a estudiar. Pero vamos arriba, a la última planta, a la esquina, donde no va nadie. O al sótano, también es buena idea. Estoy incómoda con más gente, no sé si quiero que te vengas. ¿Quedar con tus amigas? Pf, a ver si se van a pensar cosas que no son. Aquí mejor no, que hay mucha gente. No, mejor voy a verte a tu ciudad, no me apetece estar por aquí, o por el centro. Eh, ten cuidado, está X aquí. ¿Y si nos vamos a otro sitio? Conozco a esos chicos de allí y son unos chapas, no quiero que digan nada. No quiero que nos vean juntos. No, no. No te estoy ocultando al resto. ¿Cómo voy a hacer yo eso? ¿Por qué no vamos a mi casa? Estoy solo y podemos hacer lo que quiera(s). También conozco un descampado solitario, o un camino donde no pasa nadie. Podemos ir allí solos. Donde nadie nos vea. Así follamos. Me apetece estar contigo a solas, ya sabes. Estoy pensando en ti, ya sabes. Uf, me pones. Uf, qué cuello. Uf, qué besos. Sigue. Me da igual. ¿Te duele? Bueno, es normal. Aguanta un poco. Ya verás. Venga, sigue, que se te pasa pronto. Joder, otra vez igual, es que es incómodo hacerlo contigo. Bueno, pero algo buena sí que estás.
Siempre estás igual. Y ahora dirás que es mi culpa, seguro. Estás loca. Siempre las mismas mierdas, de verdad. ¿Por qué te rayas por todo? Qué ansiedad ni qué mierdas. Lo que te pasa es que eres una vaga. Tonterías. Lo que te pasa es que no estudias. Lo que te pasa es que tienes mucha tontería en la cabeza, Julia. De verdad. No es nada. No, tranquila. Sí, sí, estoy aquí. Es que estoy ocupado, ya te contestaré luego. ¿Qué decías? Tú desahógate con lo que quieras, te contesto en cuanto puedas. Que sí, tranquila. Que te he dicho que sí.
Estoy muy tranquilo contigo. No necesito a nadie más, de verdad. No, yo no quería liarme con ella. Podemos hacerlo, eh. Se me abalanzó, yo no quería. No lo sabía. Solo fui a su casa por la noche para hacerle compañía. No, igual que las otras veces. Igual que me pasó con las otras chicas, ya sabes. Es ella. Se tiene que quedar a dormir a mi casa este puente porque tiene movida en casa. Ah no, no te preocupes corazón, de verdad, no hace falta que vengas. Sí, estamos solos, ¿por? ¿No te pondrás celosa? No te preocupes. No va a pasar nada. Es que ya sabes cómo se pone, no voy a decirla que no. Perdona que no te haya hablado estos días, entre unas cosas y otras se me ha ido el santo al cielo.
Dani no te quiere. Pasa de ti. No me gusta esa gente. No me digas que es buen tipo, sabes que no lo es. No me gustan esa clase de personas. Ya sabes lo que dice la gente, Julia. No, no, tú haz lo que quieras, pero si luego pasa algo no me vengas con el cuento. Tú te lo buscas. Si lo dice tanta gente será por algo. Pero vamos. Tú a tu bola, como siempre. Pero no se te ocurra hablarle de mí, que nos conocemos. Hay cosas que no se pueden contar. ¿Confías en él como para contarle tus problemas? ¿Por qué a mí no? No os conocéis tanto. Seguro que quería conseguir algo. No le pongas en un pedestal. ¿Por qué pasáis tantas horas juntos? Me da igual que seáis compañeros de trabajo?
Podemos pasar la tarde juntos si quieres. Vamos a estudiar. Pero vamos arriba, a la última planta, a la esquina, donde no va nadie. O al sótano, también es buena idea. Estoy incómoda con más gente, no sé si quiero que te vengas. ¿Quedar con tus amigas? Pf, a ver si se van a pensar cosas que no son. Aquí mejor no, que hay mucha gente. No, mejor voy a verte a tu ciudad, no me apetece estar por aquí, o por el centro. Eh, ten cuidado, está X aquí. ¿Y si nos vamos a otro sitio? Conozco a esos chicos de allí y son unos chapas, no quiero que digan nada. No quiero que nos vean juntos. No, no. No te estoy ocultando al resto. ¿Cómo voy a hacer yo eso? ¿Por qué no vamos a mi casa? Estoy solo y podemos hacer lo que quiera(s). También conozco un descampado solitario, o un camino donde no pasa nadie. Podemos ir allí solos. Donde nadie nos vea. Así follamos. Me apetece estar contigo a solas, ya sabes. Estoy pensando en ti, ya sabes. Uf, me pones. Uf, qué cuello. Uf, qué besos. Sigue. Me da igual. ¿Te duele? Bueno, es normal. Aguanta un poco. Ya verás. Venga, sigue, que se te pasa pronto. Joder, otra vez igual, es que es incómodo hacerlo contigo. Bueno, pero algo buena sí que estás.
Siempre estás igual. Y ahora dirás que es mi culpa, seguro. Estás loca. Siempre las mismas mierdas, de verdad. ¿Por qué te rayas por todo? Qué ansiedad ni qué mierdas. Lo que te pasa es que eres una vaga. Tonterías. Lo que te pasa es que no estudias. Lo que te pasa es que tienes mucha tontería en la cabeza, Julia. De verdad. No es nada. No, tranquila. Sí, sí, estoy aquí. Es que estoy ocupado, ya te contestaré luego. ¿Qué decías? Tú desahógate con lo que quieras, te contesto en cuanto puedas. Que sí, tranquila. Que te he dicho que sí.
Estoy muy tranquilo contigo. No necesito a nadie más, de verdad. No, yo no quería liarme con ella. Podemos hacerlo, eh. Se me abalanzó, yo no quería. No lo sabía. Solo fui a su casa por la noche para hacerle compañía. No, igual que las otras veces. Igual que me pasó con las otras chicas, ya sabes. Es ella. Se tiene que quedar a dormir a mi casa este puente porque tiene movida en casa. Ah no, no te preocupes corazón, de verdad, no hace falta que vengas. Sí, estamos solos, ¿por? ¿No te pondrás celosa? No te preocupes. No va a pasar nada. Es que ya sabes cómo se pone, no voy a decirla que no. Perdona que no te haya hablado estos días, entre unas cosas y otras se me ha ido el santo al cielo.
Dani no te quiere. Pasa de ti. No me gusta esa gente. No me digas que es buen tipo, sabes que no lo es. No me gustan esa clase de personas. Ya sabes lo que dice la gente, Julia. No, no, tú haz lo que quieras, pero si luego pasa algo no me vengas con el cuento. Tú te lo buscas. Si lo dice tanta gente será por algo. Pero vamos. Tú a tu bola, como siempre. Pero no se te ocurra hablarle de mí, que nos conocemos. Hay cosas que no se pueden contar. ¿Confías en él como para contarle tus problemas? ¿Por qué a mí no? No os conocéis tanto. Seguro que quería conseguir algo. No le pongas en un pedestal. ¿Por qué pasáis tantas horas juntos? Me da igual que seáis compañeros de trabajo?
3.12.17
¿Y si la nieve del invierno no se deshace? ¿Y si es nieve comenzando a derretirse, mezcla de barro y agua sucia? ¿Y si solo se escuchan las pisadas en la nieve virgen? ¿Y si no hay nadie chapoteando en los charcos? ¿Y si la lumbre no consume los troncos? ¿Y si debajo del todo hay una capa de hielo adherida al suelo?
¿Y si cuando amanezca sigue siendo invierno?
¿Y si el invierno dura doscientos sesenta meses?
5.11.17
Tengo pánico.
Otra vez, a que se haga de noche, a que se vaya la luz y vuelva lo irracional. Miedo por si la luz de la razón deja de alumbrarme y la distorsión se cuela entre las sombras, en sigilo, y me pilla sin gafas y sin posibilidad de defenderme. Como siempre. Y que entonces me empiece a doler la cabeza, empiece a funcionar la apisonadora que se esconde entre los pliegues de mi cerebro y apure allí los últimos litros de gasolina que le quedan, haciendo humo, derrapando, quemando rueda.
Otra vez, a que se haga de noche, a que se vaya la luz y vuelva lo irracional. Miedo por si la luz de la razón deja de alumbrarme y la distorsión se cuela entre las sombras, en sigilo, y me pilla sin gafas y sin posibilidad de defenderme. Como siempre. Y que entonces me empiece a doler la cabeza, empiece a funcionar la apisonadora que se esconde entre los pliegues de mi cerebro y apure allí los últimos litros de gasolina que le quedan, haciendo humo, derrapando, quemando rueda.
24.6.17
Goytisolo en sus últimos días
Hace tres años Juan Goytisolo
apenas contaba con medios para subsistir. Le era imposible costear los
estudios de sus tres ahijados, algo que se había convertido en su razón
de vida. Le fallaban las fuerzas para emprender una obra de envergadura y
en abril de 2014 escribió el siguiente documento: “Mi decisión de
recurrir a la eutanasia a fin de no prolongar inútilmente mis días
obedece a razones éticas de índole personal. Desaparecida la libido y
con ella la escritura, compruebo que ya he dicho lo que tenía que decir.
Tampoco mi cuerpo da para más. Cada día constato su deterioro y antes
que ese declive afecte a mi capacidad cognitiva prefiero anticiparme a
mi ruina y despedirme de la vida con dignidad”. Y seguía: “La otra razón
de la eutanasia es la de asegurar el porvenir de los tres muchachos
cuya educación asumo. Me parece indecente malgastar los recursos
limitados de que dispongo, y que disminuyen a diario, en tratamientos
médicos costosos en vez de destinar este dinero a completar sus
estudios. Por todo ello, escojo libremente la opción más justa conforme a
mi conciencia y respeto a la vida de los demás”.
Goytisolo
escribía siempre a mano y a mano firmó el documento. Se lo pasó al
ordenador la persona que solía transcribirle muchos textos, Rafael
Fernández, un profesor del Instituto Cervantes de Marrakech que murió de
cáncer ese mismo año. Goytisolo estaba obsesionado con la educación de
sus tres ahijados: Rida, que ahora tiene 23 años, Yunes, también 23, y
Jalid, 18. Rida es hijo de su gran amigo Abdelhadi y los otros dos son
hijos de Abdelhaq, hermano de Abdelhadi. Todos ellos, más la esposa de
Abdelhaq, vivían con Goytisolo en un antiguo hostal, que el escritor
compró en 1997. Formaban lo que él llamó su “tribu” y su tribu lo cuidó
hasta el final.
En 2014 Goytisolo asumía que su cuerpo no daba para más. Tenía 83
años, pero lo peor quedaba por venir. Siete meses después de escribir el
documento de la eutanasia, en noviembre de 2014, se anunció la
concesión del premio Cervantes, el más importante en lengua española,
dotado con 125.000 euros. El problema es que Goytisolo se había opuesto
en varias ocasiones a ese galardón. En enero de 2001, tras anunciarse el
premio para Francisco Umbral, Goytisolo publicó un artículo en este
diario titulado Vamos a menos donde criticaba “la putrefacción de la vida literaria española” y “el triunfo del amiguismo pringoso y tribal”.
Goytisolo terminó aceptando el premio y ese hecho le hundió más en su
depresión. Porque continuaba sin fuerzas para escribir y era consciente
de que se había contradicho al aceptarlo. Sus íntimos insisten en que
ni le deslumbraron los focos ni le atrajeron los honores. Pero ahora que
contaba con dinero para los muchachos ya no le encontraba sentido a
seguir viviendo. La víspera del 23 de abril, fecha de la entrega solemne
del premio en Alcalá de Henares, llamó en Madrid a un amigo para que lo
ayudara a comprarse un traje. Solo disponía de una corbata y decía que
no conjuntaba con la camisa. Cuando el amigo llegó al hotel le dijo que
no tenía fuerza ni ánimo para salir a la calle. Su familia deseaba
hacerse una foto con los reyes de España. Pero él estaba tan perdido que
no solo se olvidó de la foto , sino que al concluir el acto reparó en
que ni siquiera había saludado a los reyes en su discurso.
“Nunca cometió la vileza de decir que aceptó el premio por dinero”,
recuerda un allegado. En 2016, una persona que sabía de su depresión lo
invitó a París a pasar unos días. Goytisolo le entregó el documento de
la eutanasia. Tras leerlo, le dijo: “Como amigo te pido que no lo hagas.
Porque estos muchachos, aparte del dinero, tienen derecho a tenerte
ahí. No se trata solo de que les pagues la carrera. Dicho esto, si
quieres seguir adelante, entonces vámonos a un notario y lo dejamos todo
resuelto para tu sucesión”.
Pero Goytisolo no fue al notario. Esa misma noche de principios de
marzo lo llamó Carole, hija de su esposa, Monique Lange, escritora
fallecida en 1996. Carole tenía 56 años, se había separado de su marido y
pidió una suma al escritor. Juan Goytisolo, que otras veces la había
ayudado, en ese momento le dijo que no disponía de fondos. No obstante,
quedaron para cenar al día siguiente.
"Desaparecida la libido y con ella la escritura,
compruebo que ya he dicho lo que tenía que decir. Tampoco mi cuerpo da
para más"
Pero ese día, al mediodía, Goytisolo recibió la noticia de que Carole
se había suicidado. “Esa noche estuve con él”, relata este amigo, “y
fue horroroso. Estaba ausente, con cien años más encima. Apenas podía
caminar. Decidió volver a Marrakech al día siguiente, sin esperar el
entierro de Carole. La familia de Carole estaba muy ofendida por el
hecho de que no se quedara al entierro. Pero Juan estaba hundido”. El
autor de Juan sin Tierra volvió a Marrakech. Tres semanas
después, coincidiendo con la Semana Santa de 2016, se cayó al bajar las
escaleras del café de la plaza Yemáa el Fna donde solía acudir cada
tarde. Se fracturó el cuello del fémur. Ingresó en la Polyclinique du
Sud, aunque su seguro solo tenía validez en el Hospital de Barcelona.
Como su empeño era gastar el mínimo dinero posible en sí mismo con
tal de dárselo a sus ahijados, Goytisolo se empeñó en salir de la
clínica al cabo de dos días. Los médicos se negaban, porque padecía
insuficiencia respiratoria y flebitis. Y además, sufría unos dolores
espantosos a causa de la rotura del fémur. Sin embargo, se marchó del
centro. Y esa misma noche, en su hogar, quedó al borde de la muerte. El
embajador de España en Rabat, Ricardo Díez-Hochleitner,
y la cónsul honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi, lograron que la
clínica lo readmitiera, aun sin pagar la garantía. Quienes lo vieron
salir aquella noche de casa en camilla por los callejones de la medina
aseguran que iba más muerto que vivo.
Goytisolo solo aguantó tres días en el centro médico. Sin embargo,
lograron convencerle para que tratarse sus enfermedades con el seguro en
España. Llegó a Barcelona en abril de 2016 y permaneció un mes
internado. Varios amigos, miembros de su familia española, como su
sobrina Julia —musa del poema Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo—
y empleados de la agencia literaria Carmen Barcells se turnaron para
cuidarlo en el Hospital de Barcelona y en un centro de rehabilitación.
Con todo, él quiso regresar a Marrakech.
Estuvo varios meses con la movilidad bastante reducida. Y el 18 de
marzo de 2017 sufrió un ictus cerebral. Entró por urgencias en la
Clínica Internacional de Marrakech. “Los médicos me dijeron que lo más
probable era que muriese a lo largo de la madrugada”, relata la cónsul
honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi. “Sin embargo, por la mañana
recobró la conciencia y me pidió hablar con su amigo José María Ridao”.
Contactado por teléfono en París, el escritor y diplomático comenta que
Goytisolo estaba un poco desorientado esa mañana. “Me contó lo mal que
lo había pasado. Hablaba con una leve dificultad, pero su voz era
firme”.
Una vez más, Goytisolo decidió marcharse. Dejó el hospital a los tres
días, contra el criterio de todos los médicos. Dos días después de
llegar a casa perdió el habla y a los cuatro, la capacidad de moverse.
En la madrugada del pasado domingo falleció. Su compañero Abdelhadi nos
explicaba horas después en su casa: “Últimamente tenía dificultades para
respirar. Pero murió tranquilo, en su cama”.
Este es el drama que cargaba sobre sus espaldas el hombre ataviado
con corbata verde a rayas que el 23 de abril de 2015, durante la lectura
de su discurso, preguntó: “¿Cuántos lectores del Quijote
conocen las estrecheces y miseria que padeció [Cervantes], su denegada
solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la
cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del
Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año
de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?”.
Goytisolo logró reparar, al menos, la injusticia social que
padecieron todos los miembros y ancestros de su tribu, condenados a la
pobreza y el analfabetismo. Hoy, Jalid ha concluido un ciclo de
formación profesional, Rida estudia cine en Marrakech y Yunes ha
terminado este mes en Francia una carrera de ingeniería.
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/06/09/actualidad/1497010964_177086.html
30.4.17
La escritura del dios - Borges
La cárcel
es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si
bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo
máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de
opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste,
aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda;
de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom,
que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide
con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras
del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la
hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han
ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja
en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La
luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.
Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."
Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.
1.9.16
You are the truth not I
Me dan ataques de pánico y ansiedad que solo puedo calmar escribiendo. Vengo aquí como último recurso en un arranque de sinceridad y nervios, sin saber a ciencia cierta lo que estoy diciendo pero sabiendo que, sea lo que sea y como sea, es verdad.
"Yo mataré monstruos por ti", pero en vez de matarlos me los he ido quedando a escondidas y ahora no queda espacio en mi habitación para esconderlos a todos. No puedo evitarlos por mucho más tiempo, ya no. Dudo entre devolver los monstruos a su lugar original o cederles el poco espacio que tenía reservado para mí misma y que vivan tranquilos. Han ido viviendo su vida a costa de la mía y ahora no sé si soy yo o soy ellos.
Disfruta el show.
"Yo mataré monstruos por ti", pero en vez de matarlos me los he ido quedando a escondidas y ahora no queda espacio en mi habitación para esconderlos a todos. No puedo evitarlos por mucho más tiempo, ya no. Dudo entre devolver los monstruos a su lugar original o cederles el poco espacio que tenía reservado para mí misma y que vivan tranquilos. Han ido viviendo su vida a costa de la mía y ahora no sé si soy yo o soy ellos.
Disfruta el show.
21.2.16
Premio Cervantes: Discurso de Miguel Delibes.
Sin palabras. Miguel Delibes es, quizá, el escritor español con el que más me identifico. O que mejor recuerdos me trae. Al leer esto, se me ha caído el mundo encima. Palabras sabias y duras del que entrega una vida a la literatura. En estas palarbas he visto mi espejo.
"Heme aquí, en esta histórica ciudad de Alcalá de Henares, tratando de decir unas palabras, trescientos setenta y ocho años después de que don Miguel de Cervantes Saavedra, nacido en ella, dijera discretamente la última suya antes de enmudecer para siempre. ¿Para siempre? El simple hecho de que hoy nos reunamos aquí, en esta prestigiosa Universidad, para honrar su memoria, demuestra lo contrario, esto es que don Miguel de Cervantes Saavedra no ha enmudecido, que su palabra sigue viva a través del tiempo, de acuerdo con el anhelo de inmortalidad que mueve la mano y el corazón del artista.
Con motivo de la concesión de este premio, se han vertido en los papeles lisonjas y gentilezas que, aunque de una manera vaga, trataban de emparentar mi obra o mi persona con las de don Miguel, atribuyéndome cualidades que como la tolerancia, la piedad, la comprensión pueden ser indicativas de nobleza de carácter, pero no ciertamente manifestaciones de talento creador. El gran alcalaíno es único e inimitable y a quienes hemos venido siglos más tarde a ejercer este noble oficio de las letras apenas nos queda otra cosa que proclamar su alto magisterio, el honor de compartir la misma lengua y el deber irrenunciable de velar por ella.
Hay personas que no comprenden que yo sienta al recibir este Premio Cervantes por "una vida entregada" a la literatura, un poso de melancolía, cuando, bien mirado, no creo que pueda ser de otra manera. Entregada a la literatura o no, la vida que se me dio es una vida "ya" vivida y, en consecuencia, el premio, con un reconocimiento a la labor desarrollada, envuelve un agradecimiento por los servicios prestados que no es otra cosa que una honorable jubilación. Cuando Cecilio Rubes, hombre de negocios y protagonista de mi novela Mi idolatrado hijo Sisí habla en una ocasión de la edad de su contable dice: "Si yo tuviera setenta años me moriría del susto". Y he aquí que esta frase que escribí cuando yo contaba treinta y dos y veía ante mí una vida inacabable, se ha hecho realidad de pronto y hoy debo reconocer que ya tengo la misma edad que el contable de Cecilio Rubes. ¿Cómo ha sido esto posible? Sencillamente porque si la vida siempre es breve, tratándose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se abrevia todavía más, ya que éste antes que su personal aventura, se enajena para vivir las de sus personajes. Encarnado en unos entes ficticios, con fugaces descensos de las nubes, transcurre la existencia del narrador inventándose otros "yos", de forma que cuando medita o escribe, está abstraído, desconectado de la realidad. Y no sólo cuando medita o escribe. Cuando pasea, cuando conversa, incluso cuando duerme, el novelista no se piensa ni se sueña a sí mismo; está desdoblado "en otros seres" actuando por ellos.
¿Cuántas veces el novelista, traspuesto en fecundo y lúcido duermevela, no habrá resuelto una escena, una compleja situación de su novela? Tendrá entonces que producirse en la vida particular del narrador una emoción muy fuerte (el nacimiento de un hijo, la enfermedad o la muerte de un ser querido) para que este estado de enajenación cese, al menos circunstancialmente.
Pero esos otros seres que el creador crea son seres inexistentes, de pura invención, mas el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales. De ahí que mientras dura el proceso de gestación y redacción de una novela, el narrador procura identificarse con ellos, no abandonarlos un solo instante. El problema del creador en ese momento es hacerlos pasar por vivos a los ojos del lector y de ahí su desazón por identificarse con ellos. En una palabra, el desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a la suya pero lo hace con tanta unción, que su verdadera existencia se diluye y deja en cierta medida de tener sentido para él.
La imaginación del novelista debe ser tan dúctil como para poder intuir lo que hubiera sido su vida de haber encaminado sus pasos por senderos que en la realidad desdeñó. En cada novela asume papeles diferentes para terminar convirtiéndose en un visionario esquizofrénico. Paso a paso, el novelista va dejando de ser él mismo para irse transformando en otros personajes. Y cuando éstos han adquirido ya relieve y fuerza para vivir por su cuenta, otros entes, llamados a ocupar su puesto en diferentes obras, bullen y alimentan en su interior reclamando protagonismo.
Éste ha sido, al menos, mi caso en tanto que narrador. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego mágico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuanto de su propia sustancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes.
Pero este derroche de la propia vida en función de otros, no tenía una compensación en tiempo. Es decir, cuando yo "vivía por otro". Cuando vivía una vida "ajena a la mía", no se me paraba el reloj. El tiempo seguía fluyendo inexorablemente sin yo percatarme. Sentía, sí, el gozo y el dolor de la creación pero era insensible al paso del tiempo. Veía crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, El Nini, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que "eran yo" en diferentes coyunturas. Nada tan absorbente como la gestación de estos personajes. Ellos iban redondeando sus vidas costa de la mía. Ellos eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo. En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción. Y cuando quise darme cuenta de este despojo y recuperar lo que era mío, mi espalda se había encorvado ya y el ácido úrico se había instalado en mis articulaciones. Ya no era tiempo. Yo era ya tan viejo como el viejo contable de Cecilio Rubes pero, en contra de lo que temía, no me había muerto del susto por la sencilla razón de que se me había escamoteado el proceso.
Y si las cosas son así, ¿cómo mostrarme insensible al obtener este Premio Cervantes merced a la benevolencia de un jurado de hombres ilustres? ¿Cómo no sentir en este
momento un poso de melancolía? Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? En cualquier caso en el mundo de la literatura todo es relativo. Hay obras de viejos verdaderamente "admirables" y otras que "no" debieron escribirse nunca. Entonces antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más.
El arco que se abrió para mí en 1948 al obtener el Premio Nadal, se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad -a quien agradezco profundamente esta deferencia- el Premio Cervantes. En medio quedan unos centenares de seres que yo alenté con interesado desprendimiento. Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía".
"Heme aquí, en esta histórica ciudad de Alcalá de Henares, tratando de decir unas palabras, trescientos setenta y ocho años después de que don Miguel de Cervantes Saavedra, nacido en ella, dijera discretamente la última suya antes de enmudecer para siempre. ¿Para siempre? El simple hecho de que hoy nos reunamos aquí, en esta prestigiosa Universidad, para honrar su memoria, demuestra lo contrario, esto es que don Miguel de Cervantes Saavedra no ha enmudecido, que su palabra sigue viva a través del tiempo, de acuerdo con el anhelo de inmortalidad que mueve la mano y el corazón del artista.
Con motivo de la concesión de este premio, se han vertido en los papeles lisonjas y gentilezas que, aunque de una manera vaga, trataban de emparentar mi obra o mi persona con las de don Miguel, atribuyéndome cualidades que como la tolerancia, la piedad, la comprensión pueden ser indicativas de nobleza de carácter, pero no ciertamente manifestaciones de talento creador. El gran alcalaíno es único e inimitable y a quienes hemos venido siglos más tarde a ejercer este noble oficio de las letras apenas nos queda otra cosa que proclamar su alto magisterio, el honor de compartir la misma lengua y el deber irrenunciable de velar por ella.
Hay personas que no comprenden que yo sienta al recibir este Premio Cervantes por "una vida entregada" a la literatura, un poso de melancolía, cuando, bien mirado, no creo que pueda ser de otra manera. Entregada a la literatura o no, la vida que se me dio es una vida "ya" vivida y, en consecuencia, el premio, con un reconocimiento a la labor desarrollada, envuelve un agradecimiento por los servicios prestados que no es otra cosa que una honorable jubilación. Cuando Cecilio Rubes, hombre de negocios y protagonista de mi novela Mi idolatrado hijo Sisí habla en una ocasión de la edad de su contable dice: "Si yo tuviera setenta años me moriría del susto". Y he aquí que esta frase que escribí cuando yo contaba treinta y dos y veía ante mí una vida inacabable, se ha hecho realidad de pronto y hoy debo reconocer que ya tengo la misma edad que el contable de Cecilio Rubes. ¿Cómo ha sido esto posible? Sencillamente porque si la vida siempre es breve, tratándose de un narrador, es decir de un creador de otras vidas, se abrevia todavía más, ya que éste antes que su personal aventura, se enajena para vivir las de sus personajes. Encarnado en unos entes ficticios, con fugaces descensos de las nubes, transcurre la existencia del narrador inventándose otros "yos", de forma que cuando medita o escribe, está abstraído, desconectado de la realidad. Y no sólo cuando medita o escribe. Cuando pasea, cuando conversa, incluso cuando duerme, el novelista no se piensa ni se sueña a sí mismo; está desdoblado "en otros seres" actuando por ellos.
¿Cuántas veces el novelista, traspuesto en fecundo y lúcido duermevela, no habrá resuelto una escena, una compleja situación de su novela? Tendrá entonces que producirse en la vida particular del narrador una emoción muy fuerte (el nacimiento de un hijo, la enfermedad o la muerte de un ser querido) para que este estado de enajenación cese, al menos circunstancialmente.
Pero esos otros seres que el creador crea son seres inexistentes, de pura invención, mas el escritor se esfuerza por hacerlos parecer reales. De ahí que mientras dura el proceso de gestación y redacción de una novela, el narrador procura identificarse con ellos, no abandonarlos un solo instante. El problema del creador en ese momento es hacerlos pasar por vivos a los ojos del lector y de ahí su desazón por identificarse con ellos. En una palabra, el desdoblamiento del narrador le conduce a asumir unas vidas distintas a la suya pero lo hace con tanta unción, que su verdadera existencia se diluye y deja en cierta medida de tener sentido para él.
La imaginación del novelista debe ser tan dúctil como para poder intuir lo que hubiera sido su vida de haber encaminado sus pasos por senderos que en la realidad desdeñó. En cada novela asume papeles diferentes para terminar convirtiéndose en un visionario esquizofrénico. Paso a paso, el novelista va dejando de ser él mismo para irse transformando en otros personajes. Y cuando éstos han adquirido ya relieve y fuerza para vivir por su cuenta, otros entes, llamados a ocupar su puesto en diferentes obras, bullen y alimentan en su interior reclamando protagonismo.
Éste ha sido, al menos, mi caso en tanto que narrador. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada. Disfrazarse era el juego mágico del hombre, que se entregaba fruitivamente a la creación sin advertir cuanto de su propia sustancia se le iba en cada desdoblamiento. La vida, en realidad, no se ampliaba con los disfraces, antes al contrario, dejaba de vivirse, se convertía en una entelequia cuya única realidad era el cambio sucesivo de personajes.
Pero este derroche de la propia vida en función de otros, no tenía una compensación en tiempo. Es decir, cuando yo "vivía por otro". Cuando vivía una vida "ajena a la mía", no se me paraba el reloj. El tiempo seguía fluyendo inexorablemente sin yo percatarme. Sentía, sí, el gozo y el dolor de la creación pero era insensible al paso del tiempo. Veía crecer a mi alrededor seres como el Mochuelo, Lorenzo el cazador, el viejo Eloy, El Nini, el señor Cayo, el Azarías, Pacífico Pérez, Gervasio García de la Lastra, seres que "eran yo" en diferentes coyunturas. Nada tan absorbente como la gestación de estos personajes. Ellos iban redondeando sus vidas costa de la mía. Ellos eran los que evolucionaban y, sin embargo, el que cumplía años era yo. Hasta que un buen día al levantar los ojos de las cuartillas y mirarme al espejo me di cuenta de que era un viejo. En buena parte, ellos me habían vivido la vida, me la habían sorbido poco a poco. Mis propios personajes me habían disecado, no quedaba de mí más que una mente enajenada y una apariencia de vida. Mi entidad real se había transmutado en otros, yo había vivido ensimismado, mi auténtica vida se había visto recortada por una vida de ficción. Y cuando quise darme cuenta de este despojo y recuperar lo que era mío, mi espalda se había encorvado ya y el ácido úrico se había instalado en mis articulaciones. Ya no era tiempo. Yo era ya tan viejo como el viejo contable de Cecilio Rubes pero, en contra de lo que temía, no me había muerto del susto por la sencilla razón de que se me había escamoteado el proceso.
Y si las cosas son así, ¿cómo mostrarme insensible al obtener este Premio Cervantes merced a la benevolencia de un jurado de hombres ilustres? ¿Cómo no sentir en este
momento un poso de melancolía? Los amigos me dicen con la mejor voluntad: que conserve usted la cabeza muchos años. ¿Qué cabeza? ¿La mía, la del viejo Eloy, la del señor Cayo, la de Pacífico Pérez, la de Menchu Sotillo? ¿Qué cabeza es la que debo conservar? En cualquier caso en el mundo de la literatura todo es relativo. Hay obras de viejos verdaderamente "admirables" y otras que "no" debieron escribirse nunca. Entonces antes que a conservar la cabeza muchos años a lo que debo aspirar ahora es a conservar la cabeza suficiente para darme cuenta de que estoy perdiendo la cabeza. Y en ese mismo instante frenar, detenerme al borde del abismo y no escribir una letra más.
El arco que se abrió para mí en 1948 al obtener el Premio Nadal, se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad -a quien agradezco profundamente esta deferencia- el Premio Cervantes. En medio quedan unos centenares de seres que yo alenté con interesado desprendimiento. Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía".
4.2.16
Premio Cervantes: Discurso de Mario Vargas Llosa. "La tentación de lo imposible"
Toda obra genial es una evidencia y una incógnita. El Quijote como la Odisea, la Commedia o el Hamlet, nos enriquece como seres humanos, mostrándonos que, a través de la creación artística, el hombre puede romper los límites de su condición y alcanzar una forma de inmortalidad; al mismo tiempo nos fulmina, haciéndonos conscientes de nuestra pequeñez, contrastados con el gigante que concibió esa gesta. ¿Cómo pudo perpetrar un deicidio semejante? ¿Cómo fue posible desafiar de ese modo la creación del Creador? Escribiendo la historia del Ingenioso Hidalgo, Cervantes potenció la lengua española a unas alturas que nunca había alcanzado y puso un tope emblemático para quienes escribimos en ella; y renovó el género novelesco, dotándolo de una complejidad y sutileza tan vastas como la ambición, destructora y reconstructora del mundo que lo anima. Desde entonces, todas las novelas se medirían con la marca que ella puso, ni más ni menos que todo el teatro estaría siempre espiando a hurtadillas al de Shakespeare, como piedra de toque.
Que fue y es una gran novela cómica y a la vez muy seria, que ella recrea en un mito sencillo la insoluble dialéctica entre lo real y lo ideal, que a la vez que pulverizaba las novelas de caballerías les rendía un soberbio homenaje, nos lo han explicado los críticos. Pero, han dicho menos que, entre las muchas cosas que es, como todos los grandes paradigmas literarios, el Quijote es también una ficción sobre la ficción, sobre lo que ella es y la manera como opera en la vida, el servicio que presta y los estragos que puede causar. Este tema reaparece en todas las literaturas porque es un tema permanente en la vida de las gentes, y ningún novelista lo ha descrito con tanta perfección, en una historia tan seductora y tan clara, como lo hizo Cervantes, acaso sin siquiera proponérselo ni saber que lo hacía.
Se trata de algo muy simple, en un principio, aunque luego se vuelva complicado. Hombres y mujeres no están contentos con las vidas que viven, que se hallan siempre por debajo de sus anhelos y, como no se resignan a renunciar a esas vidas que no tienen, las viven en sueños; es decir, en los cuentos que se cuentan. La literatura es una rama de ese árbol opulento: la ficción. Ese quehacer, inventarse y contarse historias para soportar mejor la historia que se vive es antiquísimo como el lenguaje y sin duda se practicó desde que las primeras manifestaciones de una comunicación inteligente sustituyeron a los gruñidos y brincos del antropoide, en la caverna primitiva. Allí debieron de escucharse, junto al fuego, las primeras ficciones, en la misma actitud reverencial con que, a lo largo de los milenios y a lo ancho de todas las geografías, las escucharían los niños de boca de las abuelas, las tribus convocadas en los claros del bosque por habladores y chamanes, los vecinos en las plazas de las aldeas cantadas por los cómicos de la legua, y los poderosos en los salones de las cortes y palacios recitadas por los troveros. Con la escritura, la ficción pasó al libro, que fijó lo que hasta entonces era un universo perecible de oralidad. La literatura estabilizó, dio permanencia a los mitos y prototipos cuajados en la ficción: gracias a ella, de un modo misterioso, esa vida alternativa, creada para llenar el abismo entre la realidad y los deseos sobre el cual se columpia la criatura humana, obtuvo derecho de ciudad y los fantasmas de la imaginación pasaron a formar parte de lo vívido, a ser, en palabras de Balzac, la historia privada de las naciones.
Una ficción es un entretenimiento sólo en segunda o tercera instancia, aunque, por supuesto, si también no lo es, ella no es nada. Una ficción es, primero, un acto de rebeldía contra la vida real y, en segundo, un desagravio a quienes desasosiega el vivir en la prisión de un único destino, aquellos a los que solivianta esa "tentación de lo imposible" que, según Lamartine, hizo posible la creación de Los miserables de Victor Hugo, y quieren salir de sus vidas y protagonizar otras, más ricas o más sórdidas, más puras o más terribles, que las que les tocó. Esta manera de explicar la ficción puede parecer truculenta, tratándose de lo que a simple vista no es más que el benigno pasatiempo de un señor que, en la noche, antes de que le vengan los bostezos, perpetra el crimen de Raskálnikov y se duerme, o de la virtuosa señora que toma el té de las cinco cometiendo las travesuras de las damas de Bocaccio sin que se entere su marido. Pero, como nos muestra Alonso Quijano, la ficción es algo más complejo que una manera de no aburrirse: el transitorio alivio de una insatisfacción existencial, un sucedáneo para ese hambre de algo distinto a lo que ya somos y ya tenemos, que, paradójicamente, la ficción aplaca al mismo tiempo que exacerba. Porque esas vidas prestadas que son nuestras gracias a la ficción, en vez de curarnos de nuestros deseos, los aumentan y nos hacen más conscientes de lo poco que somos comparados con esos seres extraordinarios que maquina el fantaseador agazapado en nuestro ser.
La ficción es testimonio y fuente de inconformidad, desacato del mundo tal como es, prueba irrefutable de que la realidad real, la vida vivida, están hechas apenas a la medida de lo que somos, no de lo que quisiéramos ser, y por eso debemos inventar unas distintas. Esa vida ficticia, superpuesta a la otra, sobre todo cuando ella es sobresaliente, como en los tiempos en que Cervantes escribió su epopeya, no es un síntoma de felicidad social, más bien de lo contrario. Y eso me lleva a la segunda conclusión: que la razón de ser de la ficción, no es representar la realidad sino negarla, trasmutándola en una irrealidad que, cuando el novelista domina el arte de la prestidigitación verbal como Cervantes, se nos aparece como la realidad auténtica, cuando en verdad es su antítesis.
Por eso, si todos los seres humanos que recurren a las ficciones tienen por el Quijote una devoción particular, los que dedicamos nuestras vidas a escribirlas, nos sentimos recónditamente afectados por su historia, que simboliza la que emprendemos cada vez que, enfrentados a la página en blanco con la fantasía y las palabras, lo emulamos en el afán de arraigar lo imaginario en lo cotidiano, la ilusión en la acción, el mito en la historia, y encontramos en su aventura aliciente para las nuestras.
17.1.16
David Bowie
Todavía no he recapacitado sobre la muerte de David Bowie. Quizá no me lo he permitido a mí misma, porque estoy en exámenes y sé que si lo pienso voy a entrar en bucle nostálgico que no me va a dejar tranquila. Pero a la vez ya lo estoy haciendo. Mierda.
Ha muerto David Bowie. Como leí por ahí, a lo mejor me duele más porque daba por hecho que era inmortal. No lo entiendo. No puedo explicar qué sentí. Primero fue incredulidad, luego tristeza, luego ansiedad, luego tristeza otra vez, y desde entonces una presión en el pecho. Muchos amigos, y no tan amigos, me mandaron mensajes cuando supieron la noticia, no sé con qué finalidad, pero lo hicieron, para preguntarme qué tal estaba, para apoyarme, para pedirme que les enseñase algo suyo... Y lo agradezco. En cierta manera he hecho que la gente piense en él y le conozca, estoy orgullosa. Pero me daba rabia, no quería que la gente le nombrase, no en ese momento. David Bowie había muerto. (Debo decir que no estoy en una buen momento personal y todo me está afectando más, si se puede, que de costumbre). David Bowie ha muerto, en silencio, rodeado de la gente que lo quería. Y haciendo arte hasta el último momento, despidiéndose del mundo con un disco lleno de metáforas y símbolos que ninguno supimos descifrar, maldito momento. Deberíamos haber sabido por lo que estaba pasando, para que se fuese por la puerta grande, viendo cómo todo el mundo alababa su última y mágica creación. Reinventándose una vez más. Pero eso a él le daba igual. Él solo quería ser él mismo y enseñarnos a ser nosotros mismos. Él quería hacer arte, hacer magia con la música, desarrollar su inteligencia a través de la creación, ponernos a prueba. Y vaya que si lo hizo. Un cáncer letal estaba consumiendo su vida y él decidió encerrarse en un estudio y componer su despedida. Hay personas que necesitan continuamente hacer arte, que son arte. No hacer arte con la vida, hacer de la vida un arte.
Y ahí estaba David Bowie. Muriéndose, entregando su vida al arte hasta su último momento. Y no es justo.
Siento que a más de uno nos ha dejado huérfanos, tampoco es justo que escriba esto porque no era su mayor fan, mucha gente se sentirá mucho más dolida, pero el vacío que siento lo justifica todo.
No os podéis imaginar lo que significa Bowie. Bowie es todo el panorama de la música actual, es el precursor de todo lo que conocemos ahora. Más de la mitad de grupos y artistas que conocemos no existirían si no se hubiesen parado a escuchar, ver o leer a Bowie. Es que, en plenos 70, David Bowie salía a cantar maquillado, disfrazado, con looks andróginos o cualquier cosa que le sirviese para explicar cómo se sentía. Y le daba igual que no fuese lo correcto o que no le gustase a la gente. Era lo que a él le hacía realizarse como persona. Tenía el valor de enfrentarse a todos en un mundo tan complicado como el del rock. En sus propias palabras: "tengo la repulsiva necesidad de ser algo más que humano". Ser normal es aburrido. Él hizo del mundo un lugar seguro para frikis, para outsiders, para la gente que no se sentía agusto en su propia piel. Y a mí se me está poniendo la piel de gallina.
Y desde entonces, desde la desgraciada noticia que ha cambiado la historia de la música, tampoco he podido dejar de pensar en Placebo. Placebo, sin Bowie, no existiría. Y yo, sin Placebo, no existiría. Gracias a él tuvieron la oportunidad de que la gente les esuchuase. Pasaron de ser una banda local a ser los teloneros del Dios Bowie. Él fue su mentor, el que les enseñó cómo son las andaduras por este mundo. No paro de pensar en cómo estarán, el vacío que sentirán (o no), en si sabrían de su situación o no, en cómo habrán reaccionado.
Desde ese mismo momento tampoco he sido capaz de volver a escuchar a Bowie. No me atrevo. He guardado podcast de programas dedicados a él confiando en que un día podré escucharlos y hacerle mi pequeño homenaje, cuando me sienta preparada. Pero no soy capaz de escuchar nada suyo, ni una canción, ni un vídeo.
Ahora mismo tengo demasiados pensamientos en la cabeza. Y los voy a escribir todos. No aquí, pero necesito hacerlo. Joder.
Ha muerto David Bowie. Como leí por ahí, a lo mejor me duele más porque daba por hecho que era inmortal. No lo entiendo. No puedo explicar qué sentí. Primero fue incredulidad, luego tristeza, luego ansiedad, luego tristeza otra vez, y desde entonces una presión en el pecho. Muchos amigos, y no tan amigos, me mandaron mensajes cuando supieron la noticia, no sé con qué finalidad, pero lo hicieron, para preguntarme qué tal estaba, para apoyarme, para pedirme que les enseñase algo suyo... Y lo agradezco. En cierta manera he hecho que la gente piense en él y le conozca, estoy orgullosa. Pero me daba rabia, no quería que la gente le nombrase, no en ese momento. David Bowie había muerto. (Debo decir que no estoy en una buen momento personal y todo me está afectando más, si se puede, que de costumbre). David Bowie ha muerto, en silencio, rodeado de la gente que lo quería. Y haciendo arte hasta el último momento, despidiéndose del mundo con un disco lleno de metáforas y símbolos que ninguno supimos descifrar, maldito momento. Deberíamos haber sabido por lo que estaba pasando, para que se fuese por la puerta grande, viendo cómo todo el mundo alababa su última y mágica creación. Reinventándose una vez más. Pero eso a él le daba igual. Él solo quería ser él mismo y enseñarnos a ser nosotros mismos. Él quería hacer arte, hacer magia con la música, desarrollar su inteligencia a través de la creación, ponernos a prueba. Y vaya que si lo hizo. Un cáncer letal estaba consumiendo su vida y él decidió encerrarse en un estudio y componer su despedida. Hay personas que necesitan continuamente hacer arte, que son arte. No hacer arte con la vida, hacer de la vida un arte.
Y ahí estaba David Bowie. Muriéndose, entregando su vida al arte hasta su último momento. Y no es justo.
Siento que a más de uno nos ha dejado huérfanos, tampoco es justo que escriba esto porque no era su mayor fan, mucha gente se sentirá mucho más dolida, pero el vacío que siento lo justifica todo.
No os podéis imaginar lo que significa Bowie. Bowie es todo el panorama de la música actual, es el precursor de todo lo que conocemos ahora. Más de la mitad de grupos y artistas que conocemos no existirían si no se hubiesen parado a escuchar, ver o leer a Bowie. Es que, en plenos 70, David Bowie salía a cantar maquillado, disfrazado, con looks andróginos o cualquier cosa que le sirviese para explicar cómo se sentía. Y le daba igual que no fuese lo correcto o que no le gustase a la gente. Era lo que a él le hacía realizarse como persona. Tenía el valor de enfrentarse a todos en un mundo tan complicado como el del rock. En sus propias palabras: "tengo la repulsiva necesidad de ser algo más que humano". Ser normal es aburrido. Él hizo del mundo un lugar seguro para frikis, para outsiders, para la gente que no se sentía agusto en su propia piel. Y a mí se me está poniendo la piel de gallina.
Y desde entonces, desde la desgraciada noticia que ha cambiado la historia de la música, tampoco he podido dejar de pensar en Placebo. Placebo, sin Bowie, no existiría. Y yo, sin Placebo, no existiría. Gracias a él tuvieron la oportunidad de que la gente les esuchuase. Pasaron de ser una banda local a ser los teloneros del Dios Bowie. Él fue su mentor, el que les enseñó cómo son las andaduras por este mundo. No paro de pensar en cómo estarán, el vacío que sentirán (o no), en si sabrían de su situación o no, en cómo habrán reaccionado.
Desde ese mismo momento tampoco he sido capaz de volver a escuchar a Bowie. No me atrevo. He guardado podcast de programas dedicados a él confiando en que un día podré escucharlos y hacerle mi pequeño homenaje, cuando me sienta preparada. Pero no soy capaz de escuchar nada suyo, ni una canción, ni un vídeo.
Ahora mismo tengo demasiados pensamientos en la cabeza. Y los voy a escribir todos. No aquí, pero necesito hacerlo. Joder.
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